Los hombres venezolanos deportados por la administración Trump afirman que sufrieron meses de abusos físicos y psicológicos en la prisión salvadoreña. Aunque están felices de estar de vuelta en casa, dicen que el hecho de que los liberaran es una prueba de lo absurdo de sus detenciones
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Ahora que está libre, Leonardo José Colmenares Solórzano, un venezolano de 31 años, quiere que el mundo sepa que fue torturado durante cuatro meses en una cárcel salvadoreña. Dijo que los guardias le pisotearon las manos, le echaron agua sucia en los oídos y lo amenazaron con golpearlo si no se arrodillaba junto a otros reclusos y les lamía la espalda.
Ahora que está libre, Juan José Ramos Ramos, 39 años, insiste en que él no es quien dice el presidente Donald Trump que es. No es miembro de ninguna pandilla ni un terrorista internacional, solo es un hombre con tatuajes, a quien los agentes de inmigración vieron montando en un auto con una calcomanía de Venezuela en la parte trasera.
Ahora que está libre, Andry Omar Blanco Bonilla, 40 años, dijo que cada uno de los días de su tiempo en prisión se preguntó si alguna vez volvería a abrazar a su madre. Se siente aliviado de estar de vuelta en Venezuela, pero le cuesta trabajo entender por qué él y los otros hombres tuvieron que pasar por ese suplicio desde un principio.
“Fuimos un grupo de personas que considero que tuvimos la mala suerte de caer en esa lista negra”, dijo.
Estos son los testimonios de algunos de los más de 230 venezolanos que la administración Trump deportó el 15 de marzo a la cárcel de máxima seguridad en El Salvador, llamada CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo). Durante su encarcelamiento, el gobierno estadounidense utilizó declaraciones generales y exageraciones que ocultaban la verdad acerca de quiénes eran estos hombres y por qué fueron señalados. El presidente elogió su deportación como un logro emblemático de sus primeros 100 días en el cargo, y la presumió como una demostración de hasta dónde está dispuesto a llegar su gobierno para llevar a cabo su campaña de deportaciones masivas. Aseguró al público que con eso estaba cumpliendo con su promesa de liberar al país de los inmigrantes que habían cometido delitos violentos, y que los hombres enviados a El Salvador eran “monstruos”, “salvajes” y “lo peor de lo peor”.
Pocos casos han recibido tanta atención como el caso de los venezolanos enviados al CECOT. Fueron deportados a pesar de las órdenes de un juez federal, obligados a bajar de aviones estadounidenses y arrodillarse ante las cámaras mientras les rapaban la cabeza. La administración se negó a responder a las solicitudes para confirmar sus nombres o proporcionar información sobre las acusaciones en su contra. Mientras tanto, los deportados estuvieron retenidos sin acceso a abogados y sin posibilidad de comunicarse con sus familias. Luego, hace 12 días, fueron devueltos a Venezuela en un intercambio de prisioneros.
Ahora que están en casa, han empezado a hablar. Entrevistamos a nueve de ellos para esta historia. Están desconcertados, asustados y enojados. Algunos dijeron que sus sentimientos sobre lo ocurrido aún estaban tan frescos que les costaba encontrar palabras para describirlos. Todos afirmaron haber sufrido abuso físico y mental durante su encarcelamiento. Sus familiares dicen que también pasaron por un infierno, se preguntaban si sus seres queridos estarían vivos o muertos, o si algún día volverían a verlos. Todos dijeron sentir alivio de estar libres. Algunos aseguran que su liberación es una prueba de que, en primer lugar, Estados Unidos no tenía motivos para enviarlos a prisión.
Blanco, por ejemplo, no tiene antecedentes penales en Estados Unidos, según datos del propio gobierno. Su única infracción era haber ingresado al país de manera irregular. Había venido porque no ganaba el dinero suficiente para ayudar a sus padres y mantener a sus siete hijos, de entre 2 y 19 años, tras la quiebra del negocio familiar, en el que vendían al por mayor productos lácteos y embutidos. Llegó en diciembre de 2023 y se entregó a las autoridades migratorias en Eagle Pass, Texas, para solicitar asilo. Luego fue liberado para continuar con su proceso migratorio.
Después, Blanco se mudó a Dallas, en el mismo estado de Texas, y encontró trabajo como repartidor de comida. En febrero de 2024, acompañó a su prima a una cita de rutina con funcionarios del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés). Mientras estaba allí, decidió notificar a la agencia que había cambiado su domicilio. Al salir del edificio, un agente de inmigración lo detuvo y le preguntó por sus tatuajes. Tiene varios, incluyendo una rosa azul, un padre abrazando a su hijo detrás de los rieles de un tren y un reloj que marca la hora en que nació su madre.
Dijo que sus tatuajes representan el afecto por su familia, no una afiliación a una pandilla. Los registros muestran que los funcionarios no le creyeron y lo detuvieron. Mientras estaba bajo custodia, un juez ordenó su deportación. Sin embargo, debido a diferencias diplomáticas con Washington, en ese momento el gobierno venezolano se negó a aceptar a la mayoría de los deportados de Estados Unidos. Los funcionarios de inmigración liberaron a Blanco hasta que pudieran enviarlo a casa.
Durante los siguientes siete meses, Blanco siguió viviendo en Dallas y en ocasiones también trabajaba como mecánico. Poco después de la toma de posesión de Trump, agentes de ICE le pidieron que asistiera a otra cita y lo detuvieron. Un mes después, aunque Venezuela ya había acordado aceptar a algunos deportados, Blanco estaría en uno de los tres aviones con destino a El Salvador.
“Desde el momento en que yo tengo conocimiento que estoy en El Salvador y que voy a quedar detenido, fueron momentos de angustia”, dijo Blanco. “Fue algo impactante para mí. Fuerte, fuerte, fuerte”.


Para deportar a los venezolanos, Trump invocó una ley poco conocida del siglo XVIII, llamada Ley de Enemigos Extranjeros. Declaró que todos formaban parte de una pandilla criminal venezolana llamada Tren de Aragua que estaba invadiendo Estados Unidos. En cuestión de días, CBS News publicó una lista con los nombres de estos hombres y surgieron informes anecdóticos que indicaban que no todos eran criminales, y mucho menos “salvajes”. A principios de abril, varios medios de comunicación informaron que la mayoría de los deportados no parecía tener antecedentes penales.
Los funcionarios de la administración desestimaron los informes; dijeron que muchos de los deportados eran conocidos violadores de los derechos humanos, pandilleros y criminales. El hecho de que no hubieran cometido delitos en Estados Unidos, señalaron, no significaba que no fueran una amenaza para la seguridad pública.
Para examinar estas afirmaciones, ProPublica, The Texas Tribune y un equipo de periodistas venezolanos de Alianza Rebelde Investiga y Cazadores de Fake News, iniciaron una investigación exhaustiva sobre los antecedentes de los 238 hombres incluidos en la lista de detenidos publicada inicialmente por CBS. La semana pasada, publicamos una base de datos sin precedentes que destaca nuestros hallazgos, incluyendo el hecho de que la administración Trump sabía que al menos 197 de estos hombres no tenían antecedentes penales en Estados Unidos. Casi la mitad de ellos tenían casos de inmigración abiertos al ser deportados, y al menos 166 tienen tatuajes, lo cual, según expertos, no es un indicador de pertenencia a la pandilla.
Cuando se le pidió un comentario para este artículo, Abigail Jackson, portavoz de la Casa Blanca, calificó a ProPublica de publicación amarillista liberal, «empeñada en defender a inmigrantes ilegales, criminales y violentos que nunca pertenecieron a Estados Unidos”. Añadió: “Estados Unidos está más seguro sin ellos”.
Una portavoz del Departamento de Seguridad Nacional respaldó la declaración de la Casa Blanca. “Una vez más, los medios de comunicación se desviven por defender a los pandilleros ilegales”, declaró la portavoz en un comunicado. “Escuchamos demasiadas historias falsas y tristes sobre pandilleros y delincuentes, y no lo suficiente sobre sus víctimas”.
El hecho de que los encuentros fronterizos se hayan desplomado a mínimos históricos tras alcanzar máximos históricos durante la presidencia de Biden, sugiere que las medidas tomadas por la actual administración están surtiendo el efecto que Trump pretendía. Después de lo que vivió, Colmenares dijo que ya no cree que emigrar a Estados Unidos sea seguro.
Había sido entrenador de fútbol juvenil en Venezuela antes de partir hacia Estados Unidos. Siguió las normas y consiguió una cita por medio de la aplicación CBP One para acercarse a la frontera entre Estados Unidos y México en octubre pasado, al igual que más de 50 de los hombres deportados. En la cita, Colmenares dijo que un agente lo apartó para tomarles fotos a sus numerosos tatuajes y luego lo detuvo. Nunca puso un pie en Estados Unidos como un hombre libre.
“El país que tiene la Estatua de la Libertad nos privó la libertad a nosotros sin ningún tipo de prueba”, dijo en una entrevista dos días después de haber regresado con su familia. “¿Quién va a ir a la frontera si sabe que lo van a agarrar y meter a una cárcel donde lo van a matar?”.
Los hombres que entrevistamos dijeron que el terror que sintieron en El Salvador comenzó casi inmediatamente después de su llegada.
La policía salvadoreña subió a los aviones y comenzó a obligar a los hombres esposados a bajar a empujones, tirandolos al suelo y golpeandolos con sus garrotes. Cinco de ellos dicen que vieron llorar a las azafatas al ver esto.
“Esto les enseñará a no entrar ilegalmente a nuestro país”, les dijo en español un oficial de ICE, según Colmenares. Quiso explicarle al agente que, en su caso, eso no era verdad, pero se dio cuenta de que no tenía sentido. Bajó del avión y lo subieron a un autobús, rumbo a la prisión.
Una vez dentro de la cárcel, los guardias los desnudaron y los dejaron en bóxers blancos y chancletas. Golpearon a quienes intentaron negarse a ser rapado de la cabeza. Blanco dijo que escuchó los gritos de los otros presos y no se atrevió a resistirse. Humillado y enfurecido, hizo lo que le ordenaron: cabeza abajo, cuerpo inerte.
Los volvieron a subir a los autobuses y los llevaron a otra parte del complejo. Blanco contó que los grilletes estaban tan apretados que no podía caminar tan rápido como los guardias querían, así que lo golpearon hasta que se desmayó y lo arrastraron el resto del camino. Dentro, lo dejaron caer tan fuerte que su cabeza golpeó el suelo. Al abrir los ojos y ver a los guardias, las luces brillantes y el piso de concreto pulido, “le decía a Dios: ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué?”.

Los hombres afirmaron que las palizas que les daban los guardias eran aleatorias, severas y constantes. Los atacaban con puños y porras de madera. Los pateaban con botas de seguridad y les disparaban perdigones a quemarropa. Un hombre con el que hablamos dijo que cree que sufrirá una lesión permanente tras una fuerte patada que le dieron en la ingle.
Colmenares recordó haber visto a un hombre defecarse encima después de una paliza particularmente severa. Los guardias se rieron de él y lo dejaron allí un día, diciendo que los venezolanos no eran hombres de verdad, narró Colmenares.
Igual de cruel, dijeron los entrevistados, era el maltrato psicológico. Perdían la noción de los días porque nunca les permitían salir a ver la luz del sol. Blanco contó que cada vez que le preguntaba la hora a un guardia, se burlaban de él: “¿Por qué quieres saber qué hora es? ¿Tienes que ir a algún sitio? ¿Te espera alguien?”.
Una y otra vez, dijeron, los guardias los llamaban “criminales”, “terroristas” e “hijos de puta” que merecían estar encerrados. También contaron que los custodios les decían con tanta frecuencia que no eran nadie, y que no les importaban a nadie, ni siquiera a sus familias, que incluso algunos empezaron a creérselo.
Los entrevistados afirmaron que hicieron huelgas de hambre al menos dos veces. Dejaron de comer frijoles, arroz y tortillas, que era lo que les daban casi todos los días, para exigir el fin de los abusos y una explicación de por qué estaban presos. “No nos dijeron nada de cómo iba el proceso, qué nos iba a pasar, cuándo íbamos a ver a un juez, cuándo íbamos a ver a un abogado”, explicó Ramos.
Varios de los entrevistados contaron que consideraron suicidarse. “Yo prefiero morirme o suicidarme a seguir viviendo esta experiencia”, dijo Ramos, “a que todos los días te levanten a las 4:00 a.m. para decirte groserías, para golpearte … seguir escuchando cómo golpean a tus hermanos”.
Cuatro entrevistados contaron que un hombre empezó a cortarse a sí mismo y a escribir mensajes con su sangre en las paredes y en las sábanas: “No nos sigan golpeando”. “Somos padres de familia”. “Somos hermanos”. “Somos personas inocentes”.
Algunos se hicieron amigos entre sí. Hacían barajas con cajas de jugo, remojaban las tortillas en agua y formaban los dados con la masa. Conversaban sobre sus familias y se preguntaban si alguien sabía dónde estaban. Rezaban.
Unos tres meses y medio después de su detención, los hombres dijeron que notaron un cambio en los guardias y en las condiciones del centro. Los golpeaban con menos frecuencia y con menos severidad. Les dieron ibuprofeno, antibióticos y cepillos de dientes. Les dijeron que se afeitaran y que se ducharan. Y un psicólogo vino a evaluarlos.
Luego, poco después de la medianoche del 18 de julio, los guardias comenzaron a golpear los barrotes de las celdas con sus garrotes. “¡Todo el mundo a bañarse!”, les gritaron a los detenidos.
Esta vez, cuando Blanco preguntó la hora, un guardia se la dio. Era la 1:40 a.m.
Se permitió la entrada a fotógrafos y reporteros. Blanco se preguntó si estaba a punto de formar parte de una maniobra publicitaria. Se dijo a sí mismo que no les daría lo que querían. Nada de sonrisas para las cámaras.
Entonces, entró un ministro salvadoreño: “Se van”.


En una breve entrevista telefónica, Félix Ulloa, vicepresidente de El Salvador, negó los malos tratos a los detenidos y citó videos de los hombres, en los que salían ilesos de la prisión, como prueba de su buen estado. Se negó a comentar sobre el papel —si lo hubo— que tuvo Estados Unidos en lo ocurrido a estos hombres durante su estancia en El Salvador. Sin embargo, según los registros judiciales, el gobierno salvadoreño informó previamente a las Naciones Unidas que, si bien tenía a estos venezolanos retenidos físicamente, seguían bajo jurisdicción estadounidense.
El gobierno de Trump prometió millones de dólares a El Salvador para retener a los deportados en el CECOT.
Natalia Molano, una portavoz del Departamento de Estado, afirmó que Estados Unidos no es responsable de las condiciones de detención de estos hombres en El Salvador. Si hay quejas ahora que han regresado a Venezuela, “Estados Unidos no está involucrado en esa discusión”, añadió.
Durante los meses que pasó en el CECOT, Ramos dijo que encontró consuelo en la Biblia, el único libro disponible. Contó que se sintió particularmente atraído por el Libro de Job, un hombre rico a quien Dios puso a prueba al quitarle todas sus posesiones. A pesar de sus pérdidas, Ramos afirmó que Job “nunca renegó de Dios”. Agregó que Job “tenía mucha fe”.
Así era como Ramos, extécnico telefónico, veía su tiempo en El Salvador: una prueba divina que había superado con fe. Los siete largos meses que le había llevado migrar de Venezuela a Estados Unidos, que implicaron caminar a través de la peligrosa selva del Darién, parecían fáciles en comparación con su estancia en la prisión.
En cuanto su familia y sus vecinos supieron que regresaba a su casa en Guatire, a las afueras de Caracas, juntaron 20 dólares para ayudar a su madre, Lina Ramos, a decorar la casa y a preparar una comida con pollo, arroz y plátanos.
Saber que su madre había marchado y luchado por su liberación, que nadie se había olvidado de él ni de los otros hombres que habían estado detenidos con él, dijo, “fue el mejor recibimiento que pudimos tener”.
Pero las secuelas de lo que pasó aún persisten. Ahora, según dijo, cuando intenta leer la Biblia nota que le falla la vista en el ojo izquierdo. Cree que fue causado por una paliza en particular, una de muchas, en la que los guardias lo golpearon repetidamente a la altura de las orejas y en la cabeza después de que intentara bañarse fuera del horario establecido. Dijo que actualmente no tiene dinero para ver a un médico. Llegó a su casa solo con la ropa que llevaba puesta.
Ramos está seguro de que encontrará una solución. Tiene fe.
Cazadores de Fake News investiga a detalle cada caso, mediante la búsqueda y el hallazgo de evidencias forenses digitales en fuentes abiertas. En algunos casos, se usan datos no disponibles en fuentes abiertas con el objetivo de reorientar las investigaciones o recolectar más evidencias.